miércoles, 11 de noviembre de 2015

Exilio: de lo efímero

Vivo en una ciudad donde el cielo tiene permanentemente un color blanco lechoso, como de ojos de ciego. Supongo que lo que quiera que haya más allá de ese velo malsano se mantiene a salvo así, sin ver lo que ocurre aquí abajo. No es un lugar acogedor. Como hay gente para todo, hay personas a las que les gusta esta ciudad de existencias hacinadas en sueños a media asta.

Muchos somos exiliados. Nos habríamos quedado tranquilamente cerca de lo que pudimos llamar hogar si las circunstancias nos lo hubieran permitido. Ver mundo no es mala cosa, ojo; pero, como tantas otras cosas, es algo que debe hacerse con la actitud adecuada. Debe salir de uno, no venir impuesto, o se convierte en un castigo.

Paraísos perdidos, Arcadias imposibles. El otro día esa herramienta del demonio que es FB me recordó que allá por 2013 había compartido esto: 



Añoranza/morriña de un hogar al cual no puedes volver, un hogar que quizá nunca lo fue; la nostalgia, el anhelo, la aflicción por los lugares perdidos del pasado.

Añoranza es más poético que morriña, que a pesar de ser más exacta suena algún tipo de afección ocular de perrete de aguas. Lo que no te dice nadie cuando te vas es que lo que dejas no volverá a ser, porque se transforma con tu partida. Lo que era muere mientras tus huellas, alejándose, se desvanecen; lo que encuentras al volver ha cambiado y no puede volver a ser lo que fue. 

Y todo esto viene porque esto pasa también con los libros. Nunca volverá a ser la primera vez que leáis ese libro que cambió vuestra vida. No sé cómo podemos vivir con esta certeza de lo efímero que nos conforma, rodea y persigue. Es a la vez bendición y maldición. Quizá sea por eso que lo que sea que habita tras el velo blancuzco prefiere no ver todo lo que hoy es y mañana ya no está, o que no sabe aún si le gusta o no cómo está organizado el devenir de lo que existe.

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