martes, 21 de junio de 2016

Por qué estoy expectante ante la salida de Zelda: Breath fo the wild

Esto no es un análisis ni nada del palo. Es una reflexión subjetiva sobre ansias vivas.



Ha sido ver el tráiler y una poca gameplay y ya quiero que saquen el juego y desaparecer del mundo real una semana. Me pasa un poco como en tiempos atávicos en los que supliqué a mi padre por una colección de espada y brujería del Círculo de Lectores y estuve arañando el suelo de las ansias hasta que llegó el primer volumen de una de las sagas.

Esto es una historia de la abuela cebolleta, pero ponerlo en el título me estropeaba el feng-shui. Cuando yo era chica eso de los videojuegos, como las actividades deportivas de equipo, eran cosas que le pasaban a otra gente. Mi primer contacto con un videojuego fue en el ordenador de mi primo, con un cavernícola que le daba garrotazos a cosas. El bicho iba avanzando y aplastando cabezas y no tenía más enjundia.

 Una historia apasionante. Yeah.

También jugué a algo en casa de una amiga (era un bicho que se subía a un tigre e iba corriendo) y descubrí que agitar el mando para que el bicho saltara no funcionaba. Tiempo después acabé jugando al Diablo II. Era exactamente lo mismo que el del cavernícola en tema de enjundia, pero desahogaba bastante en época de exámenes, cuando sólo te apetece matar a todo el mundo. 

El primer videojuego en el que tuve que pensar fue el Ocarina of Time. Fue bastante mindblown. Lo jugué ya con veintiséis añazos, ojo. Me lo recomendó mi novio, a pesar de mi escepticismo ante el tema videojueguil. Él sabía que Zelda tiene algo a lo que no me puedo resistir: tiene historia.

Flipé bastante. Los personajes interaccionaban entre ellos. Me sentí como una señora medieval que acabase de aterrizar en el siglo XXI. Cuando me metí en el primer templo y tuve que empezar a devanarme los sesos disfruté como un cochino hozando en el trufal. Pasaban cosas.

Os podéis reír si queréis, pero ese juego reventó el concepto que yo tenía de que las consolas únicamente servían para mata-matas o carreras de coches (en las que soy una negada patológica, pero me lo paso pipa igual). Me sentí un poco cerrada de miras por haber generalizado mi concepto del tema videojueguil, y un poco lerda por haber necesitado que alguien me hiciera ver todo lo que podían dar de sí. Como cuando probé sushi por primera vez, Ocarina of time hizo que me convirtiera. Y bien feliz.

Descubrí después, jugando a otros títulos de Zelda, que para mí es como la pasta: podría vivir a base de pasta. Me encanta la pasta. Macarrones, fusilli, espaguetis. Cambia la forma y la salsa, pero sigue siendo pasta. Y la pasta, fiel a su esencia, siempre exquisita, a veces hasta sorprende. Igual que los niños chicos se ven treinta veces la misma película y la disfrutan igual, así me pasa a mí con esta saga. El marco base es igual pero cambian las chuches y el espíritu de cada juego.

Este último me da la sensación de que ha sido un no hay huevos de proporciones bíblicas. Yo quiero. Y lo quiero YA.

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